El miedo a la muerte es tan ancestral como el ser humano. Pero más que a la muerte o a lo que pueda haber más allá, también se teme al sufrimiento, a la agonía.
Y no hay muerte más horrible que agonizar en tu propia sepultura: ser enterrado vivo. Aunque parezca mentira, esto ha sucedido en bastantes ocasiones.
La principal culpable de estas llamadas muertes aparentes es la catalepsia, una enfermedad del sistema nervioso que suspende completamente todas las sensaciones y provoca la pérdida del movimiento voluntario del cuerpo.
En un estado cataléptico, el cuerpo adquiere el aspecto de alguien muerto: muy bajo ritmo cardíaco, extrema palidez e incluso algo muy similar al rigor mortis.
Con estos síntomas, no es de extrañar que se pueda confundir un episodio cataléptico con una verdadera defunción, sobre todo porque ese estado puede durar un tiempo considerable, en casos muy extremos, incluso meses.
Desde luego, la catalepsia es más que una enfermedad; es una experiencia cercana a la muerte que puede acabar con el paciente despertando de su letargo bajo tierra y habiendo asistido a su propio funeral.
Sus causas pueden ser muy diversas, e incluso sobrevenir de manera repentina. Una derivación de la esquizofrenia, alteraciones del sistema nervioso, un severo trauma emocional, la epilepsia o incluso una consecuencia de la hipnosis, son las más conocidas.
Incluso puede ser un estado al que es posible llegar voluntariamente; muchos animales fingen así su propia muerte para huir de un peligro súbito.
Hace años, cuando no existían estetoscopios o fonendoscopios para saber a ciencia cierta si alguien había fallecido, el terror a ser enterrado vivo hacía que los testamentos se llenaban de cláusulas rogando un velatorio muy prolongado o incluso que se le abriesen las venas para asegurarse de que el cuerpo de uno estaba muerto y bien muerto
Así, muchos enfermos catalépticos han sido enterrados vivos creyéndolos muertos y al abrir sus fosas se ha encontrado a los cadáveres con expresiones de auténtica angustia, en posturas dramáticas o con la tela del ataúd rasgada en un desesperado intento por salir.
Incluso algunos cirujanos tan ilustres como Miguel Servet en el siglo XVII han abierto cuerpos para realizar autopsias y se han encontrado con el corazón aún palpitando.
Pero uno de los casos más desgarradores es el que al parecer sufrió una señora de Madrid, en el siglo XVIII, que entró en agonía cuando estaba a punto de dar a luz.
Murió (o al menos eso creyeron los médicos) al cabo de tres días y al feto también se le dio por muerto, por lo que fue enterrada sin más. Algunos meses después, abrieron la sepultura y hallaron con gran sorpresa que el cadáver de la mujer tenía en su brazo derecho a una criatura recién nacida unida aún por el cordón umbilical.
Sin duda, la enterrada volvió en sí dentro del ataúd, dando a luz y muriendo madre e hijo dentro de la sepultura en una de las muertes más terribles que se puedan imaginar.
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