Estaba sentada exactamente en el mismo sitio donde he muerto. No esperaba más. Al intentar segar las vidas de los demás, la mía se había evaporado. Había cambiado mi alma, pero quizá era un precio demasiado grande. Todavía estaba vestida con el traje de Shinigami, segadora de muetes, pero dos enormes alas negras cubrían ahora mi cuerpo. Dejé que mi pelo bajara por mi cara y reprimí el llanto, pero una lágrima se escapó. Eternamente condenada a vagar por el limbo, ése era el precio justo que había de pagar... Saqué mi espada, mi Zanpakuto, y dejé que se cayera de mis manos, mientras de la herida de mi estómago seguía manando la sangre. Ya me lo habían dicho todos:
-Eres blanda, no mereces ser una Shinigami, te apena enviar a los espíritus al cielo o al infierno...
Pero alguien había conseguido que acabara mi trabajo de Shinigami... ¿O quizá no? ¿Podría continuar purificando almas? Si era ésa la vida que me esperaba, que los espíritus recen porque me vengaré de aquel que hizo que no pudiera seguir trabajando. Éste no iba a descansar en paz por mucho tiempo. Y así dejé que la oscuridad me envolviera y que mis alas se cerraran completamente en torno a mi cuerpo.